Un país entre volcanes, selvas y playas

Un país entre volcanes, selvas y playas


Tres notas distinguen a Costa Rica como destino turà­stico ideal: su exuberante riqueza natural, el sosiego de sus playas cálidas y la amabilidad de los costarricenses.

Las mismas tres caracterà­sticas que advirtieron, apenas hicieron pie en estas tierras, los primeros navegantes europeos, hace más de cinco siglos. Colón "descubrió" América Central recién en su cuarto viaje, mientras buscaba con desesperación, y en vano, el paso marà­timo que lo pusiera a un pie de Asia. Algunos de sus hombres habà­an naufragado en el que bautizó Rà­o del Desastre (en la actual Nicaragua), y el resto apenas habà­a sobrevivido a los vientos huracanados y las olas del mar embravecido cuando finalmente, en septiembre de 1502, echó anclas en el actual Puerto Limón, en el Caribe costarricense. Los indà­genas huetares -afirma el geógrafo nicaragüense Jaime Incer- "parecà­an muy bien dispuestos a recibir a los extraños visitantes" (españoles y nativos convivieron allà­, de hecho, durante al menos medio siglo). El hijo de Colón, Hernando, informó en una carta que ya en ese momento esta bella tierra "tenà­a mucha fama de minas y grandes riquezas". Para confirmarlo, agregaba que "en el espacio de dos horas después de la llegada" cada uno de los expedicionarios españoles habà­a recogido "oro de entre las raà­ces de los árboles".

El mismo Cristóbal Colón, en la llamada Lettera rarissima, declaraba haber visto en este lugar "mayor señal de oro en dos dà­as primeros que en La Española en cuatro años". Antiguamente se creyó que el nombre de Costa Rica se habà­a inspirado en estas noticias. Pero a esa hipótesis se opuso más tarde la de quienes aseguran que la "riqueza" aludida no refiere al metal sino a la profusa biodiversidad del paà­s, que actualmente tiene casi un 30 por ciento de su territorio protegido como Parque Nacional, Reserva Biológica, Humedal, Reserva Forestal, Refugio Natural, Parque Marino y un largo etcétera. El investigador Dionisio Cabal Antillón sostiene, en cambio, que Costa Rica es una voz huetar -coquerrique o cotaquerrique- simplificada y españolizada. Cabal cree que a mediados del siglo XVI, cuando los conquistadores se adentraron más allá de la zona costera, en busca del oro, ya se usaba en el paà­s ese nombre indà­gena, que era "el de las tierras del interior". Hoy en dà­a, al margen de la discusión erudita, cuando tendemos a medir la riqueza no tanto por el oro que poseemos sino más bien según nuestra capacidad de disfrutar del ocio y de una alta y saludable calidad de vida, Costa Rica resulta tan pródiga o más que hace cinco siglos. Hoy también es posible conquistar los tesoros de este paà­s apenas nos alejamos del Caribe, asomándonos tierra adentro, hasta dar con ese punto de la geografà­a costarricense en el que montañas, volcanes, aguas termales y bosques tropicales se convierten en arena y pedregullo, y se arrojan a las aguas claras del Pacà­fico.

Si esta es la conquista deseada, nuestro destino es Guanacaste, 220 kilómetros al noroeste de la capital San José: una vasta provincia -la que más visitantes recibe en el paà­s- que limita al norte con Nicaragua y al sur y al oeste con el océano. La región puede dividirse, grosso modo, en tres áreas bien diferentes: por un lado la zona montañosa, con sus laderas selváticas, sus cuevas misteriosas, sus volcanes aún activos y su paisaje lunar. Por otro lado, la "bajura", territorios del llano sabanero, con sus antiguas haciendas y sus edificaciones coloniales. Finalmente la costa pacà­fica y el mar: las playas de arenas blancas o de oscuro gris volcánico, con olas inmensas -como Langosta, Avellana y Tamarindo, meca del surf centroamericano- o de moderada oscilación, como las que bañan las costas de Papagayo. Esta diversidad redunda en una profusión de propuestas lúdicas para el viajero: deportes extremos, avistaje de especies silvestres, spa termal, rutas gastronómicas, turismo aventura, experiencias antropológicas, sol y playa. Casi todo se puede hacer aquà­. Las rutas del oeste costarricense han sido mejoradas en los últimos años, y puesto que la belleza del camino lo amerita y las distancias en la provincia no son siderales, se puede aprovechar al máximo la estadà­a recorriendo toda la zona con un auto, alquilándolo, por ejemplo, en Liberia, la capital de Guanacaste.

En el norte de esta provincia, la temperatura oscila todo el año entre los 21 y los 33 grados centà­grados y el calendario registra sólo dos estaciones: seca (de noviembre a mayo) y húmeda (con lluvias moderadas o torrenciales, de junio a octubre). La actividad turà­stica no se detiene nunca: en la estación seca se pueden ver los bosques tupidos en tonos que van del verde pálido al amarillo o al gris; en épocas de lluvia, todo se vuelve un verde intenso. El dà­a tiene doce horas de sol, y la jornada comienza tempranà­simo. A las seis de la mañana se puede estar desayunando copiosamente con café -orgullo local-, el tà­pico "gallo pinto", y frutas: melón, papaya, sandà­a, mango, mamón y piña. A las siete y media, podemos arrancar rumbo a la selva. Para un recién llegado que se aloja en la bajura, la excursión al Parque Nacional Palo Verde resulta una buena manera de sumergirse en la belleza silvestre de este lugar y tomar contacto también con su fauna salvaje.

La fauna del rà­o Tempisque



Tomando la carretera Nº 21, llamada Belén, que se abre de la Panamericana a la altura de Liberia, hacia el sur, se puede llegar a Palo Verde, uno de los diez mayores humedales del planeta. Los humedales, espejos de agua que se forman en el bosque seco durante la estación húmeda, constituyen la principal área de anidación de aves migratorias y el rincón preferido por los cocodrilos para hacer nacer a sus crà­as. El viaje desde Liberia, de poco más de una hora, tiene una primera parte del camino bien ágil, transitado por turistas (muchos van en bicicleta, en grupos pequeños), y una segunda parte más apaciguada. Es que al llegar a la ciudad de Filadelfia nos vemos obligados a tomar la calle principal, que por ser una calle histórica se conserva aún de tierra.

Elà­as Ovares, atento guà­a, nos explica: "Antiguamente no existà­an carreteras de San José a Guanacaste, asà­ que las mercancà­as que viajaban de aquà­ para allá lo hacà­an en carretas de muchos colores, que recorrà­an este mismo camino hacia el rà­o Tempisque, la principal và­a fluvial de la zona Pacà­fico". Cuando atravesamos Filadelfia y Corralillo se ven las casas de madera a la vera del camino: pintadas de rojo, verde, lila, turquesa, amarillo. Se asientan sobre pilotes, para evitar que la crecida del Tempisque las inunde por completo.

Al final del camino nos espera el ancho rà­o que va a desembocar al golfo de Nicoya, y casi dos horas de paseo en una lancha cómoda, comandada por un lugareño entrenado para descubrir la fauna que se asoma por debajo del agua y en ambas orillas. Los cocodrilos son casi siempre los primeros en hacerse visibles: nadando en grupos de seis o siete, retozando en un islote, o cuidando -las hembras- de sus pequeñas crà­as. Llegan a estar pegados a nuestra embarcación. Las iguanas, más inofensivas, pero no menos atractivas -con sus crestas y su aspecto jurásico- se pasean por la costa. Las aves que rondan parecen haber salido de una visión renacentista del paraà­so: el cormorán, la martineta cabecinegra (chocuaca), el garzón azulado, la garza real, la gallina de palo... Bien mirado, el paisaje puede no ser tan paradisà­aco: ocultándose en el espeso silencio ribereño, la garza tigre, mimetizada con el follaje de la orilla, espera agazapada a que la madre cocodrilo se distraiga para birlarle su crà­a y comérsela. El reino animal, en fin.



Si es hora del almuerzo o incluso de un tentempié, seguramente la excursión hará un alto en la célebre Hacienda El Viejo, vasto establecimiento agrà­cola ganadero que ahora también sirve a fines turà­sticos. La bella casona, joya de la arquitectura colonial, data de fines del siglo XVIII, y en gran medida se conservan sus materiales originales. En los años 70, El Viejo conformaba, junto con otras tres haciendas, un enorme latifundio; uno de sus propietarios era el ex dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Pero la presión que ejercà­an los latifundistas sobre los campesinos de Guanacaste llevó al gobierno costarricense a expropiar, en 1978, algunas de estas fincas, convirtiéndolas en emprendimientos mixtos. Hoy se puede disfrutar de las instalaciones de El Viejo, que funciona como restaurante y como estancia de paso de los grupos de viajeros, que pueden detenerse a tomar jugos naturales o comer deliciosas frutas en un ámbito preciosamente conservado, antes de seguir viaje a la aventura.

Del volcán a la selva



El Parque Nacional Rincón de la Vieja (al noreste de Liberia, accesos por la ruta Panamericana y luego adentrándose en la selva) abarca no sólo al volcán del mismo nombre, que se yergue a casi 1.900 metros de altura -se dice que antiguamente era un faro natural para los navegantes-, sino también a otros nueve focos volcánicos. Todos ellos, en medio de un bosque tupido, atravesado por el rà­o Negro. Aquà­ las posibilidades de diversión se multiplican y diversifican. Quienes quieran podrán recorrer las cascadas alucinantes de este macizo, como la Catarata de las Chorreras o la Catarata La Oropéndula. Otros querrán probar cómo vive un sabanero guanacasteco: hay excursiones preparadas para que el viajero coseche café y se meta en el corral con el ganado. Otros preferirán otra clase de fango y, luego de ver de cerca las lagunas fumarólicas, irán a sumergirse en los piletones de barro terapéutico y en las aguas termales (especialmente atractivas en la estación húmeda: cuando el calor que emana de la piscina termal choca con las gotas que caen del cielo). Otros buscarán la "pura adrenalina". Asà­ se llama la excursión que, partiendo de Hacienda Guachipelà­n (ubicada dentro del Parque) incluye una cabalgata, tubing en los rápidos del rà­o Negro (cada uno, con su propia ‘embarcación', parecida a la cámara del neumático de un camión) y tirolesas a gran altura.

Hoy, que las tirolesas están tan difundidas, éstas de Rincón de la Vieja conservan cierta exclusividad: son las únicas en Costa Rica que atraviesan el cañón del rà­o, producto de una erosión de miles de años. La muy generosa altura del cañón admite también la práctica del rappel. Asistidos siempre por equipos de instructores, que poseen la dosis exacta de cordialidad y firmeza, llegamos a escalar las paredes del cañón, cruzar de una ladera a la otra con el salto de Tarzán, atravesar puentes colgantes y alguna otra módica hazaña. Nuestro tour, que se llevó a cabo a caballo entre las dos estaciones -seca y húmeda-, fue recibido con una lluvia tropical en medio del cañón: las tirolesas y sus pasajeros, los instructores y guà­as, el paisaje y la diversión no sólo resisten el acecho del aguacero: la situación nos permitió ver también, desde lo alto, cómo en estas ocasiones el caudal del rà­o crece vertiginosamente.

Las arenas de Guanacaste



En el comienzo de los tiempos, o quizá después de un proceso geológico inextricable, lo cierto es que las playas de Guanacaste -como, en general, muchas en el Caribe- fueron bendecidas por un clima que no registra ni los vientos ni el frà­o que son habituales en nuestros balnearios del Atlántico sur. Lo que significa, para empezar, que quien busca un descanso plácido al sol y quien busca el sosiego a la sombra de las palmeras (en Flamingo) o del frondoso árbol nacional, el guanacaste (en Papagayo), lo consigue de la manera más natural y sencilla. Sin necesidad de poner en el bolso playero un buzo polar, una pañoleta de lana, una carpita antiviento.

En cuanto a la fauna que rodea nuestro remanso: eso también es muy diferente de lo conocido. Si uno va bien temprano a la playa se encontrará con pictóricos senderos marcados en la arena: trazos zigzagueantes que dibujan cà­rculos irregulares, expandiéndose alrededor de un orificio. Son los cangrejos, que asoman de noche y de dà­a nos dejan sus huellas para estimular nuestra imaginación fantástica. Al mediodà­a, las iguanas se acercan a nuestras reposeras sin miedo pero sin insistencia, como mascotas obedientes que reconocen el espà­ritu curioso -y a la vez fácilmente irritable- del turista. Por la tarde, los pájaros silvestres en la orilla; los monos y tucanes en las ramas de los árboles. En algunos balnearios (como Avellanas o Playa Grande, junto al Parque Marino Las Baulas) también se pueden ver tortugas en la arena: la cantidad de áreas costeras protegidas hacen de este paà­s un paraà­so para los quelonios. Por supuesto, para el que no se contenta con saltar las olas y sentarse plácidamente a observar la caà­da del sol sobre el mar, el lugar ofrece otras opciones. Ese océano Pacà­fico, el mismo que Colón buscó por estas tierras y no pudo encontrar, prodiga a Costa Rica con una cantidad ilimitada de posibilidades lúdicas. Las playas guanacastecas, todas bastante próximas, son sin embargo notablemente diferentes en textura, color y atmósfera. Desde la arena, que puede ser volcánica (como en Brasilito), hecha de caracolitos (Playa Conchal) o de blanca arenilla (Playa Panamá). Hasta la vegetación y la población, que elige según sus preferencias. Hay balnearios ideales para practicar surf (Langosta, Tamarindo, Avellanas), buceo y snorkel (Conchal), excursiones de pesca (Playas del Coco), excursiones de avistaje de fauna marà­tima (Playa Hermosa, Langosta) y paseos de compra que incluyen traslado marà­timo (en el Golfo de Papagayo). Y es asà­ todo el año.

Experiencia brillante



La aventura parece ser el destino preferencial -y omnipresente- de este bello y pujante paà­s. No obstante, una de sus maravillas más espectaculares no reclama de sus visitantes ni audacias en extremo, ni esforzada actividad deportiva, ni adrenalina, ni nada. Alcanza con adentrarse, de noche, en el mar, que se ilumina al contacto con los cuerpos. No ocurre en todas las playas; pero hay varias en las que puede gozar de esta maravilla natural. Sumergirse en Playa Buena, en el golfo Papagayo cuando oscurece, pasadas las ocho de la noche: permite ver cómo las aguas comienzan a brillar a medida que uno mueve sus brazos o sus pies. Es la bioluminiscencia: una reacción quà­mica producida por microorganismos imperceptibles (los especialistas la adjudican a un alga unicelular llamada dinoflagellata). Es un efecto muy frecuente en aguas profundas, pero que aquà­ se percibe incluso en la orilla.

En algunos sitios, este fenómeno, que aparece referido por Julio Verne en 20.000 leguas de viaje submarino, ha llevado a organizar salidas en kayaks o en botes, desde donde los turistas pueden echarse al agua, para disfrutar la sensación de estar nadando o buceando en aguas que se encienden a su antojo. Pero en Playa Buena no hacen falta artificios: la luminiscencia se aprecia de inmediato. Alcanza con dejarse arrastrar un poquito por las suaves y cálidas olas de la orilla, o incluso con mojarse sólo los tobillos, mientras en la rama de algún guanacaste se escucha el trinar de las aves noctámbulas.



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