Alagoas, el primer edén de Brasil

Alagoas, el primer edén de Brasil


Bien pudieron ser las playas de Pontal do Coruripe, con sus arenas bermejas y blancas frenando una vegetación arrolladora, con sus aguas de mar verdes y sus aguas dulces de lagunas azules, el primer punto de Brasil avistado por los portugueses en 1500. Lo cierto es que cuanto veían les parecía un nuevo paraíso.


Alagoas, ese recóndito Estado del noreste brasileño, tiene muchos puntos que explorar. Empezando por el propio descubrimiento de Brasil, que pudo tener lugar en sus riberas marinas. Otra cosa es que la cuestión haya producido puntos de vista y ambiciones varias. Hay quien atribuye al onubense Vicente Yáñez Pinzón haber sido el primero en dar con Brasil al llegar a los 8º de latitud sur, donde se ubica el Cabo San Agostinho. Pero no desembarcó ni tomó posesión como en cambio hizo, y solo tres meses después, Pedro Álvares Cabral. Siempre se ha dicho de forma casi sagrada que el Monte Pascoal, bautizado así por caer el 22 de abril de 1500 en plena Semana Santa, fue la primera tierra avistada por los lusos. Y que hicieron aguada y un primer contacto en Porto Seguro. Pero esas localidades del Estado de Bahía fueron escogidas por la literatura oficial de San Salvador, la que fue primera capital lusitana de Brasil, barriendo para casa, es decir, para Bahía. En cambio, una relectura de Pero Vaz de Caminha, el cronista de la expedición Cabral, situaría ese Monte Pascoal en Anadia, en la sierra Naceia, del Estado de Alagoas. Es más, habría sido en la boca del río Coruripe por donde entraron por primera vez los portugueses en Brasil para hacer aguada y leña, y donde mantuvieron su primer contacto con los indios del lugar, los caetés, tipos membrudos con piel del color de las hojas secas, o “gente de cuerpo fuerte y bien proporcionado”, como contó Vaz de Caminha.

El historiador alagoano Anfilófilo Jayme de Altavila (História da Civilizaçao das Alagoas, 1933) se apoyaba en datos de Alexander von Humboldt para determinar que el descubrimiento de Brasil, en una tierra a 10º de latitud sur, tuvo que corresponder a Coruripe. Así, el Estado de Alagoas fue la puerta de entrada al nuevo edén. Otra cosa es la trillada historia de los nombres de aquel gran gajo del nuevo mundo, primero Tierra de la Vera Cruz, luego de la Santa Cruz, y por fin Brasil por ese tipo de palo, o árbol, de color rojo, bueno para tintes.

Enseguida se sospechó que Brasil igual albergaba un palo mayor, el del bien y el mal. Brasil fue un sinónimo de paraíso en la tierra, y no parecían tener fin su extensión (casi como media Suramérica), su belleza ni sus riquezas, y todo eso en una medida discreta, pero efectiva, es lo que pasa todavía en Alagoas, un Estado de los más pequeños del país inmenso, pero capaz de dar al viajero, que cubre los más de dos mil kilómetros que lo separan de Río, la seguridad de hallar playas y sendas no tan manidas.

Ríos y lagunas

Con su forma de triángulo proyectado en el Atlántico se extiende Alagoas, que debe su nombre a las lagunas que adornan su litoral, especialmente Mundaú al norte y Manguaba y Jequiá al sur. Siendo diminuto, el récord de pequeñez lo tiene su vecino, Sergipe. Por supuesto, Bahía y Pernambuco, los otros vecinos de Alagoas, gozan de más predicamento en función de su mayor enjundia económica y territorial. Pero Alagoas, cual un oxímoron brasileiro, hace verdad que lo pequeño es bello, salvando que todo sea relativo, incluso la forma de observar el tiempo, como ya apreció Einstein sacándonos la lengua a los ignaros. Uno cree que el tiempo ha acabado dando la razón a Einstein cuando decía que los observadores se mueven de formas diferentes y que el tiempo pasa de forma diferente para cada uno de ellos. Alagoas es la demostración de eso. Tiene mares de color malaquita donde no cuesta entrar porque su templanza es digna de los Mares del Sur. Tiene cielos azules, que parecen sacados de la paleta de Fra Angelico, y un río, el San Francisco, para los que amamos también el agua dulce, con una cuenca que es la tercera tras la del Amazonas y la del Paraná.

Y es que más allá de la sota, caballo y rey de Brasil, que son Bahía, São Paulo y Río de Janeiro, queda el país interminable. La Terra dos Papagaios, la tierra del palo Brasil, pronto todo eso se quedó en menudencias. Tomar a Alagoas como meta tiene su recompensa inmediata. Su río San Francisco fue el primero en ser surcado por extenso por los portugueses en el siglo XVI. Eso se puede rememorar y dejar correr los ojos como pájaros dentro de una barca, en pleno delta, que no tiene que desafiar calores ni olas, ni extravagancias de mosquitos ni pirañas. Tras zarpar de Piaçabuçú, en media hora llegas a un sitio prodigioso donde se derrama la lengua de plata del gran río en el Atlántico. Poco antes las dunas son anchas y perfectas como una última ofrenda de arenas de oro al océano. Un paraje donde no es difícil imaginarse a los primeros lusos frotándose los ojos y maravillándose por la magnitud, que eso es lo primero, y luego por la belleza de lo gigantesco, una cosa que en otros países apabulla, cansa o incluso molesta, pero que Brasil lleva con naturalidad.

El río San Francisco fue además una vena clave de la fiebre del oro de Brasil, que estuvo centrada en el territorio de Minas Gerais, donde nace ese curso de agua, concretamente en la Sierra de Canastra, a 2.800 km de su estuario. Por el río transitaron mineros, esclavos, cangaçeiros y aventureros de toda laya. En las dos villas coloniales del río, Penedo y Piranhas, se puede reingresar, por vía de evocación histórica, en el tiempo cuando la riqueza del oro desbordaba en Brasil, por si no fuera suficiente la de sus tintes, sus diamantes o su caña de azúcar.

Oro y esmeraldas

Una tarde cualquiera en Penedo, no necesariamente en las fiestas del Bom Jesus dos Navegantes, cuando echan la casa y la barca por la ventana, se disfruta la armonía, el orden y el silencio. Los a veces oprobiosos calores del río no han podido roer las iglesias y casonas de Penedo, ni por supuesto el carácter pausado de unas calles donde paladear la vida como si fuese una caipirinha. En menos de un cuarto de hora un ferry cruza hasta la otra orilla del San Francisco. Es ya Sergipe, el Estado más pequeño de Brasil y uno de los más acogedores incluso cuando no es carnaval. Desde la ciudad de Neópolis se ve Penedo y no sabes cuál de las dos tenazas del río San Francisco es más invitante para quedarse.

Desde que el río fue descubierto por Américo Vespucio en 1501, no ha dejado de vincularse a la historia viva del país. El emperador Pedro II pasó un par de días en Penedo admirando sus tesoros coloniales, y en especial el convento franciscano con su iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles (Dos Anjos). Actualmente se encuentra en rehabilitación, y su destino final será poner allí una pousada. “¿Qué quiere? Los tiempos han cambiado”, me dice Jorge, el encargado de las obras que se presta a abrirme incluso la puerta interior que lleva a la parte de arriba del altar mayor. En sus mejores siglos el convento alojaba a más de un centenar de frailes, y ahora quedan tres. El templo conserva un arco en madera dorada que separa el presbiterio de la nave, y un techo pintado con un fantástico trampantojo, pero lo que sorprende es que ni siquiera está reseñado en la guía conventual. A mano izquierda del altar mayor se alza una talla de madera de San Francisco de Asís, que no es la habitual y relamida imaginería. No hay más que ver la estatua colocada en el lado derecho, la de San Bernardino de Siena, y no aguanta la comparación. San Francisco, en cambio, con esa cara aguileña, y esas manos llagadas, y esos pies desnudos con dedos como garras, es obra del Alejaidinho, el gran artista de Ouro Preto y Congonhas, que dejó también aquí su huella atormentada y genial, al final del río San Francisco que nacía en su tierra natal de Minas Gerais.

Remontado el Bajo San Francisco, la ciudad de Piranhas tiene algo que encaja con su nombre depredador. En el museo ciudadano muestran las fotos originales de las cabezas cortadas de Virgulino Ferreira, alias Lampiao, y su mujer, María Bonita. Fueron los cangaçeiros más célebres, un poco como los bandoleros de otras latitudes que a veces favorecían al pueblo sin dejar de robar a los potentados. Sus vidas y trajines originaron un sinfín de literatura de cordel. Incluso protagonizaron las típicas canciones del forró alagoano. En 1938 los policías de Piranhas se marcaron el tanto siniestro de cumplir la orden de matar a los cangaçeiros. Para dar un escarmiento les cortaron las cabezas y fueron expuestas en varias localidades de Alagoas y Bahía, hasta ir a parar al Museo de Odontología de Salvador y luego siempre allí, por casi tres décadas, al Museo Nina Rodrigues. Solo en 1969 se tuvo a bien enterrarlas. Ese recuerdo decapitador queda en Piranhas aparte de edificios de empaque y dorados barrocos en las iglesias coloniales, mientras llega un vaho de regeneración del ancho San Francisco. En 1553, el jesuita Juan de Azpilicueta, llamado El Navarro –era pariente de San Francisco Javier–, recorrió el río en su totalidad (2.310 km) en un año y medio. Fue en el curso de una expedición del castellano Francisco Bruza Espinosa para corroborar si había oro y esmeraldas, pero al navarro se le atribuyen curiosidades de mayor alcance, como el querer conocer de cerca a los indios, sus lenguas y costumbres, y la confección de la primera carta del río. Era un río-mundo, lleno de expectativas, y Azpilicueta se dio cuenta de ello con su facilidad para los idiomas nativos.

Cuatro siglos y medio después hay quien se queja de la contaminación y de la creciente falta de peces del río San Francisco. Hay hasta quien reclama que Brasil empiece a regenerar sus ríos. La paradoja es que Brasil posee el 12 por ciento del agua dulce de superficie del mundo. Pero el noreste es seco por definición, y Alagoas, que también tiene sus partes semidesérticas o áridas, el sertao, la caatinga, el agreste, tampoco está para desaprovechar sus recursos hídricos. Ya en 1937 Gilberto Freyre escribió la verdad en su libro Nordeste: “Los brasileños no respetan a sus ríos, considerándolos más bien basureros en movimiento. Luego han venido las hidroeléctricas, y las presas, otra contradicción porque es como si el anémico tenga que ser quien done sangre”.

La gente que ama al San Francisco lo llama Velho Chico, otra cariñosa incongruencia. Su boca de kilómetro y medio de anchura se cierra en el mar cuando hace cinco siglos medía doce kilómetros. El Velho Chico va menguando, y le sacan sangre o agua, y se la corrompen, pero al verlo desembocar tan espléndido se entiende que por algo era llamado Opará, “río-mar”, por los indios tupí. En el restaurante Santiago de Piaçabuçú, con su terraza con pilotes hincados sobre las aguas, es más fácil conseguir un pez de mar que de río, y es que después de todo el agua salada entra un centenar de kilómetros en tierra. Todo parece descomunal, como la tajada de arapaima que te sirven con complementos de farofa, la imprescindible harina de mandioca, fríjoles, algo de ensalada... Las barcas de colores se mecen frente a las mesas del restaurante como si fuesen un Renoir en movimiento.

Playa “de los Mares del Sur”

Alagoas no se queda en un río, por muy elegante que sea. Presume con razón de tener mares y lagunas codeándose y confundiéndose con sus verdes y azules. Son más que notables las riberas marinas de Alagoas, y a la parte meridional del Estado no tienen empacho en denominarla “lagunas y Mares del Sur”. Eso empieza casi en la capital, Maceió, y pasa por Playa del Francés, Barra de São Miguel, Laguna do Roteiro, Gunga, Jequiá… hasta la foz del San Francisco. Mientras de Maceió hacia el norte se extiende la costa de los corales, con playas que van sorteando arrecifes y procurando sitios impagables de buceo como Paripueira, Sao Miguel dos Milagres, Porto de Pedras, Japaratinga, Maragogi…



Pero tampoco se necesita ir lejos de Maceió, que vendría de una palabra del tupí-guaraní con el significado lo que tapa lo anegadizo. ¿Qué quería decir eso? Pues ni carne ni pescado, algo como un molusco bivalvo, un primer mestizo o mestiza, un mar entre verde y azul. La patrona de la villa se llama Nuestra Señora de los Placeres. La playa de Pajuçara es más céntrica que muchos barrios capitalinos y tiene todo lo que uno busca a veces en el Caribe. El agua es verde, y a menos de una milla de las arenas rubias se abren las llamadas piscinas naturales, bajíos de arena donde con la bajamar puedes hacer pie rodeado de océano por todas partes. Con suerte, si el mar no está revuelto, da para bucear y ver peces de colores. Si no las jangadas, barcas de vela de los locales, echan el ancla allí y están surtidas de cervezas y cocinan a bordo langostas, gambas y una caballa que un poco más viva y resucita de las brasas.

Paz y buenos alimentos

Maceió tiene a su favor el ser una capital con algún deje provinciano. Todavía se ven carretas de caballos junto a la estación del tren, aunque no le falta de nada en el ramo de lo moderno. Ni Farmacias de los Trabajadores, que son muy populares, ni grandes centros comerciales. Tiene incluso su teatro, dedicado al Marechal Teodoro, y eso rememora la importancia que ha tenido esta ciudad y este Estado en la historia del Brasil. Alagoas dio los primeros presidentes de la República de Brasil, Manoel Deodoro de Fonseca y Floriano Vieira Peixoto. El primero de ellos, el Mariscal (Marechal), autor de la proclamación de la República en 1889, es quien se lleva la palma del recordatorio, en estatuas, cuadros y demás. Su villa natal, a una treintena de kilómetros de Maceió, se llama Marechal Deodoro, y en una casa de una altura en el mismo centro han puesto un somero museo, con las viejas camas y el comedor de la familia. Marechal Deodoro, sus callejuelas, iglesias y conventos de época colonial, se asoman a la laguna Manguaba de gran porte y aguas salobres y por donde navegan pequeños veleros pescadores. De hecho, el escudo de Marechal Deodoro lleva tres salmonetes, lo mismo que la bandera de Alagoas, lo cual es digno de encomio cuando tantos blasones del mundo están plagados de dragones, leones y aves de presa. Los tres salmonetes de Alagoas –por sus tres lagunas principales– dan idea de que la gente brasileña por lo general quiere paz y buenos alimentos.

Claro está que la excepción confirma la regla, al menos eso se decía antes de admitir la extensión del canibalismo. En 1556 el obispo Sardinha fue manducado por los indios caetés en Coruripe. En la plaza mayor de ese pueblo pesquero se enseñorea el busto de Pedro Fernandes Sardinha, primer obispo de San Salvador de Bahía, y por tanto de Brasil, quien volviendo hacia Portugal naufragó con su barco Nossa Senhora de Ajuda en los bajíos de Don Rodrigo, a un par de millas de la costa. Los indios lo apresaron y se lo comieron, según se cuenta a partir del testimonio de tres náufragos del evento.

Coruripe, a 95 km al sur de Maceió, encaja con la crónica del descubrimiento de Brasil, un sitio de barreiras altas e avermelhadas. Pero es solo un punto de un litoral de cien kilómetros donde las playas, salvo quizá la del Francés, siguen casi igual de vacías que en tiempos de Cabral. En Coruripe la ventaja es que todo pasa tan despacio como los trenzados de cestas de palma que hacen las lugareñas. En el puerto, las barcas hoy, que hace algo de viento, se mueven como cunas mecidas por ondas verdes y hay quien dirá que por las colas de las sirenas. Hoy no han traído pescado fresco, pero en los bares queda algo de beber. En un restaurante junto al Faro, en vez de poner el azulejo de que el local no fía, una mandíbula de tiburón se encarga de ahuyentar a los que quieren cerveza de gorra. En unos frascos languidecen un rato de mar, un tipo de galera aún más espantosa de aspecto, tal vez por lo blanca que se conserva en alcohol, y el mayor langostino nunca cazado en estas aguas, un crustáceo de 20 centímetros.

Reserva del palo Brasil

Otra opción estando en Coruripe es visitar Jequiá da Praia, tanto su laguna como su playa y las cercanas dunas de Marapé. O bañarse en las lagunas de Jequiá y la de do Pau. Pero si el interés es más seco, anda cerca la Usina Coruripe, la mayor azucarera de Alagoas, no limitándose al azúcar cristal, sino extendiendo su producción al papel y al etanol, el combustible de estos pagos. Por si fuera poco, la empresa tiene una reserva, el Sítio Pau-brasil, de 7.500 hectáreas, dedicado a la salvaguarda de ese árbol que dio nombre al país y que últimamente estaba amenazado. Siempre es un punto ver de cerca un ejemplar de palo Brasil de 400 años elevándose con su copa a más de treinta metros del suelo. Tampoco nada que objetar a la playa de Gunga, con su arco de arena perfecto y su curva de palmas, salvo que hay que pedir permiso para acceder por tierra, porque al lado queda la mayor hacienda de cocoteros de Alagoas. El dueño de la plantación es Nivaldo Jatobá, un octogenario que no solo es envidiado por la riqueza de la copra y del agua de coco y demás sino por haberse casado a sus años con una beldad local. Otra cuestión es que en el cocotal del señor Jatobá no es oro todo lo que reluce y le han investigado por explotación laboral. Gunga, entre la laguna Roteiro y el Atlántico, permite elegir qué agua escoger para bañarse, si dulce o salada, un dilema, aunque todo tiene remedio. Ya dicen en Brasil que “quem nao tem cao, caça con gato” (“el que no tiene perro, caza con gato”).

Siguiendo la carretera litoral hacia el sur no tiene pérdida un pueblo de nombre irresistible. Feliz Deserto trata de superar la monotonía y soledad de sus 11 kilómetros de playas rigurosamente vacías con los trabajos de tabua, un junco o totora, aunque inventan también artesanías que aprovechan el bagazo de la caña de azúcar mezclado con papel de los sacos de cemento.

Costa de los corales

Si dirigimos nuestros pasos al norte de Maceió, uno de los primeros enclaves de la costa de los corales, donde por fortuna hay más peces que buceadores, es Ipioca. Una extensión kilométrica de arena frente a una línea de arrecifes llenos de peces de colores. Eso si no se tiene a bien visitar el pueblo, donde nació otro generalísimo inevitable de la historia brasileña. Floriano Vieira Peixoto, segundo presidente de Brasil tras el Mariscal Deodoro, fue capaz de sofocar la insurrección federalista de buena parte del sur del país. La batalla decisiva tuvo lugar en Nossa Senhora do Desterro, la capital del Estado de Santa Catarina, ciudad que ya en 1894 llevaría en su honor, hasta hoy, el nombre de Florianópolis. Pero mucha gente prefiere llamarla Floripa, no solo para reducir su emoción bélica sino porque se ubica en una isla un tanto alternativa; al menos fue donde mandaron desterrados a muchos magos y alquimistas en tiempos coloniales. Son recuerdos que trae Ipioca, pero aún queda hasta Pernambuco un rosario de playas y puertos, sobre todo Paripueira, Japaratinga y Maragogi, con unos resorts que hacen la competencia al Porto de Galinhas pernambucano.

El primer rey negro

Sin embargo, Alagoas no es todo mar, ni lagunas. Del pasado indígena quedan algunos sambaquis (concheros). Son los montículos donde los indios que comían moluscos arrojaban sus valvas, y a veces se han encontrado ídolos y cerámicas. Con todo y eso, la vieja historia de Alagoas hace vibrar más en el interior. A 83 kilómetros de Maceió, al pie de la Sierra de la Barriga se encuentra el palenque, o quilombo como dicen en Brasil, de Palmares, uno de los primeros donde se escucharon los gritos de libertad de los esclavos negros. Los esclavos de Palmares resistieron casi un siglo con su alzamiento. El historiador alagoano Altavila dio su debida importancia al primer rey negro, Ganga Zumba, que llegó a tener corte y ministros en el quilombo de Palmares. Le sucedió su sobrino Zumbi, quien afirmó y mantuvo libre el quilombo hasta 1679, cuando los blancos, con un bandeirante feroz como Domingos Jorge Velho a la cabeza, consiguieron atravesar la sierra y dominar la situación no sin antes matar a miles de negros. Han hecho un parque histórico en ese lugar donde el aire es fino y serrano y donde los montes siguen forrados de verde, como cuando florecía el quilombo. Todo en torno es una zona privilegiada de naturaleza. En el pueblo cabeza de la región, Uniao dos Palmares, nació el poeta Jorge de Lima en 1893, el padre de Invençao de Orfeu. Cerca de allí se encuentra Murici, con su Reserva de Mata Atlantica, donde no es infrecuente ver aves endémicas como el pintor-verdadeiro o el cara-pintada. Más al norte, Ibateguara ofrece las cascadas de Tombador y Danta’s con caídas de 144 metros. El emperador Pedro II se quedó en cambio extasiado con las cachoeiras o saltos de agua en los cañones de Delmiro Gouveia, un sitio que se encuentra remontando el San Francisco después de Piranhas.

Pero si la noche cae y te encuentras en Maceió, en el barrio playero de Pajuçara, por un momento te pega un flash de Brasilia al ver un monumento blanco, aéreo, iluminado por faros potentes. Alagoas, tierra de generalísimos y mariscales, también tuvo hijos sutiles. El monumento que te atrae no tiene estatua, ni ecuestre ni andante, y es obra de las curvaturas que sabía hacer Oscar Niemeyer con el cemento, hasta que pareciera, como el de aquí, el ala de una gaviota. Es el memorial de Teotônio Vilela (1917-1983), un hombre con cierto parecido y bigote a lo Groucho Marx, pero que se distinguió por su resistencia frente a la dictadura y por su capacidad para el compromiso sin olvidar a los desfavorecidos de la fortuna. Su museo es como una breve cripta en pleno paseo marítimo y está abierto día y noche, sin que quiten el aire acondicionado. Todo un lujo para hacer un alto en el camino, si es que uno no va derecho al chicle de camarones, como llaman en Maceió al resultado de un plato que empasta con queso las colas de esos crustáceos, un invento por si tuviesen pocos.

Tapioca… y algo más de picar

Grata sorpresa es descubrir en los chiringuitos de las playas de Maceió la tapioca, con la que se hacen bocadillos salados y dulces. Se consigue primero una harina blanquísima, porosa, de la mandioca (la que también se conoce como yuca, yaipim y macaxeira en Brasil). Dentro de la tapioca, hecha un bollo o una crêpe, ponen cualquier delicia del mar o de la tierra, o simplemente pollo o atún. Otra solución ideal, para no comer mucho, es el sururu, un molusco parecido al berberecho, y con alguna propiedad o leyenda afrodisíaca. Pero no faltan gambas, langostas y cangrejos como siri y unha de velho (uña de viejo). La carne de sol, carne seca en hilachas típica del noreste, también es un buen punto en cualquier momento. Nada se diga de las frutas que llegan con profusión, desde un sorbete de mangaba a uno de cajá, sin que falten ni la jaca ni la guayaba, ni mangaba, umbu, incluso el modesto plátano, aquí llamado banana-da-terra.



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